Apostar por recuperar y renovar la música colombiana es loable, más que loable, necesario. Acercar a los jóvenes a otras melodías, otras letras, otras formas de ver y cantar el mundo, es contribuir a la construcción de un país que se enorgullezca de su diversidad.

 

Por: Christian Camilo Galeano B.

La plaza de Belén de Umbría, como es costumbre los domingos, se llena de campesinos que bajan de las veredas a comprar víveres y vender sus productos. Niños, adultos y mujeres, una población variopinta recorre las calles del pueblo que por tradición huele a café. Sin embargo, hay algo que cambia durante tres domingos del mes de octubre en la plaza principal, se percibe un sabor distinto. Salta a la vista una tarima, jóvenes cantantes, un reducido público que escucha bambucos, pasillos, cumbias… y el común de la gente que pasa, observa, se detiene y escucha (antes de que salga el jeep y deban marchar hacia las montañas).

Una tarima adornada con flores que tratan de emular un paisaje bucólico recibe a jóvenes de todo el país que cantan música tradicional colombiana. Una música que se resiste a caer en el olvido; ritmos típicos, la guitarra, las voces juveniles que entonan canciones que hablan acerca de amores perdidos, besos fugitivos, senderos y anhelos de patria. Cantan, entonan, sienten pánico, mientras esperan que el jurado valore sus esfuerzos.

La música colombiana, para muchos colombianos desconocida, tiene en sus letras un aire de anhelo, melancolía y esperanza. Por eso resulta tan alentador ser parte del público que escucha las presentaciones del XIV Festival Nacional de la Canción Estudiantil de Música Colombiana. Niños, niñas y jóvenes que interpretan con el alma unas canciones que surgen del sentimiento campesino, de la experiencia de la derrota, de la dificultad al amar. ¿Acaso podrá la música tradicional dejar de ser vista como una artesanía o un producto folclórico del pasado? Quizá la respuesta no sea la más optimista, en un momento donde la música que llega a los oídos de la mayoría de las personas está al servicio del mercado y la estupidez.

Sin embargo, esta apuesta del festival, que ya va en la versión número catorce -ojalá sean muchos más- permite crear un espacio de resistencia cultural. Estas propuestas incentivan a jóvenes del país a cantar los lamentos de campesinos, las tonadas de amores difíciles, las añoranzas por una tierra en paz.

Apostar por recuperar y renovar la música colombiana es loable, más que loable, necesario. Acercar a los jóvenes a otras melodías, otras letras, otras formas de ver y cantar el mundo, es contribuir a la construcción de un país que se enorgullezca de su diversidad. Que pueda verse a los ojos y reconocer que no sólo se es un país productor de música popular, reguetón o pop. Desde todos los rincones de esta geografía accidentada surgen tonadas con sabor a bambuco, currulao, pasillo, cumbia, joropo…

Y, mientras recuerdo el entusiasmo juvenil de aquellos chicos sobre la tarima, los versos de una canción retumban en mi cabeza: “Dios fijó el destino de vivir siempre en el olvido”. Espero que la música colombiana pueda resistir, por lo menos por algún tiempo, la llegada inminente del olvido.