La logro ver ahí, con su silueta, veo sus piernas largas, siento el vaivén de sus caderas y la firmeza de su mirada, esperándome, tocando su cabello castaño o tal vez haciendo carrizo y moviendo unas de sus piernas, la veo, simplemente la veo y me aferro a ellos, alguien pasa por mi lado y me dice: “Disculpe”. Ya no está.

 

Pasillo infinito, cielo de hojas. Fotografía por: Rigo Noreña

 

Por: Laura Henao Arias

Emilia está en el café de la calle 13 con 14, en el de la mitad, el que se llama Próceres, en ese que está cerca al parque, que tiene un cine. En ese que solía recibir mis historias y sus historias, en ese, en el que simplemente la vida fue.

Está sentada en una de las esquinas en un sillón de flores, lleva puesto un vestido rojo y mientras se toma un café hace carrizo. ¡Dios!, solo imaginarla se siente como el cielo.

En el lugar suele haber una luz amarilla algo tenue, que se ve como si le combinara con el alma y en las noches la hiciera diosa.

El sillón de flores en el que está sentada se siente cálido, como si desde allí se vieran las nuevas oportunidades.

Allí nos conocimos, en donde el techo tiene hojas verdes que reemplazan a las estrellas en la noche.

En la noche, el café suele sentirse más, así como sus labios en los míos aquel 18. Alrededor hay libros, pero ninguno de ellos se compararía a sus historias, a ese mover de su boca al hablar y el cómo su lengua moja sus labios cuando se secan y después se ríe, se carcajea de ella misma, ahí se encontraba la magia, en el brillo de sus ojos cuando terminaba de reír.

Hay una mesa en el centro, allí descansaban las palabras de Emilia. Una mesa pequeña, café, de madera, unida por tablas y puntillas. A Emilia, aquella mesa le solía unir un poco la vida, la hacía unirse a ella misma.

Hoy entré allí, por un pasillo no tan largo que hoy se sintió infinito.

Lo primero: la barra y sobre ella un tazón de dulces y una cafetera. Detrás de ella, Rigo, el dueño, saludando, diciendo:

— Ya les llevo las cartas

Después, unas escaleras que llevan a un segundo piso, pero que están cerradas con una cadena. Los misterios de Rigo.

Unos cuantos pasos más y está el sillón, el sillón por el que amé, el que irónicamente le dio flores a mi vida. Siendo un simple objeto, las transmitió, las colocó una por una, en cada una noche de las noches, en las que mi vida, ahí, en ese sillón, fue milagro.

Las lámparas, los cuadros, los libros, una pecera al final del pasillo, los baños, desgraciadamente separados, las hojas reemplazando a las estrellas, dos salas más y en una, una pared de piedras con rostros de tiza. Unas escaleras en forma de caracol y a mano izquierda una pared roja con otros dibujos. Llegamos.

El cielo, el cielo ahora está más cerca, mientras camino por piedras y los árboles me rozan.

La logro ver ahí, con su silueta, veo sus piernas largas, siento el vaivén de sus caderas y la firmeza de su mirada, esperándome, tocando su cabello castaño o tal vez haciendo carrizo y moviendo unas de sus piernas, la veo, simplemente la veo y me aferro a ellos, alguien pasa por mi lado y me dice: “Disculpe”. Ya no está.

Un primer beso que podría ser el último, dependiendo de cuántas cervezas traiga la noche. De nuevo lámparas, como si un pedacito de Villa de Leyva estuviese acá, en este patio, en donde fue nuestro último beso, y en donde ella ya no está más.

l.henao@utp.edu.co